Como nosotros, docenas de grupos de
chiquillos “procesionaban” las tardes de mayo, sobre todo en jueves y domingos,
que eran de descanso escolar, tanto por el centro, como por todos los barrios
sevillanos.
Desde que tengo uso de razón, he
comprobado cómo los juegos infantiles,
trascurrida, ya, la Semana Santa,
rompían los límites domésticos y, agrupados en pandillas, se echaban ala calle…
¡A jugar a las cofradías!
En efecto, como el eco de una voz
poderosa que se adivina en el silencio consiguiente, reducido el volumen,
apagada la intensidad, el niño sevillano realiza la réplica cofradiera de sus
padres. En todas las esferas humanas, el niño es el eco del hombre, su elemental mimetismo le impele a imitar al
padre. Y como el niño, en abril, abre al máximo sus cinco sentidos, para que en
su mente se graben las pintorescas impresiones sensoriales que le dejaron las
procesiones, el eco resuena en mayo a través de sus sugerentes “cruces”. Ha
vibrado la infancia ante los elementos externos de las procesiones
penitenciales; hemos visto cómo sus ojos
se prendían, como mariposas, en las llamas ondulantes de los cirios; sus oídos
se llenaban de ritmos tamborileros, floridos en su virtuosa ejecución. El
caminar acompasado de los pasos embelesaba al niño. Y envidiaba a los nazarenos que portaban la
cruz de guía, el senatus, la bandera, las varas; todo ese mundo cofradiero,
inevitablemente sugestivo, hervía en el interior del niño, pugnando por
expresarse. Como por ley natural surgía
la asociación de una docena de chavales y en un periquete, con la facilidad con
que se organiza un juego, se improvisaba una cofradía. Con sólo revolver en los
desvanes, –afanosa búsqueda de cachivaches olvidados en cuartos trasteros–, los
niños hallaban los elementos para montar una procesión, a cambio de quebrar la
paz, ilusionada de eternidad, de los muebles mutilados.
Y en los largos crepúsculos de mayo se
realizaba el infantil objetivo. Acaso
los adultos olvidemos, porque nuestra mente está colmada de problemas de
supervivencia, esos valores humanos que la infancia, sin prejuicios, nos
expresaba espontáneamente.
En cualquier calle sevillana, de pronto,
al doblar una esquina, surgía la sorpresa: una “cruz de mayo” circulaba
lentamente entre peatones apresurados que, como hormigas, no sabían a ciencia
cierta a dónde iban ni de dónde venían; entre automóviles con el motor
acelerado en busca de un espacio vital
para recorrer una senda callejera sin destino.
Aquellos niños sí sabían a dónde iban, sí poseían consciencia de lo que
querían. Su meta era la calle misma; su fin, el cumplimiento de una ilusión.
De aquellos abuelos nuestros, que en su
infancia jugaban a cofradías, salieron quienes, adultos ya, fueron priostes,
mayordomos, diputados, consiliarios y hasta hermanos mayores de nuestras
penitenciales corporaciones. Y tal juego fue pasando de generación en
generación, porque yo mismo, hace muchos, muchos años, allá por la primera
mitad del último siglo del segundo milenio nada menos –exactamente en 1937–,
mis ojos de niño también se prendieron,
como mariposas, en las llamas de los cirios de las procesiones de Semana Santa;
mis oídos se llenaron de ritmos tamboreros y envidié al nazareno que portaba la
cruz de guía. Y al llegar mayo, yo saqué una cruz por las calles próximas a mi casa, en
compañía de una docena de vecinitos y vecinitas –estas, para pedir la consabida
perrita–, que colaboraron en la misma afanosa búsqueda de cachivaches olvidados en cuartos
trasteros. Un pasito hecho con una desvencijada mesa de cocina, con sus
faldones de papel azul de bobina; una cruz de listones toscamente claveteados,
forrada a base de envolturas de chocolatinas que incluían estampita para pegar en un álbum, y dos cuartas de venda estéril
por sudario. En las cuatro esquinas de mi cuna, al sitio de cuatro angelitos,
cuatro velitas de esperma que se apagaban a cada ráfaga de brisa, hasta acabar
con los fósforos de cera de la caja de la Arrendataria.
Y salimos del zaguán de una casa de la
calle Carlos Cañal, para seguir por Albareda y entrar en la “carrera oficial”
por Sierpes y Plaza de San Francisco, para atravesar el arquillo del
Ayuntamiento –esto, con extremada solemnidad, porque el interior del arquillo era
nuestra “catedral”, a la que íbamos a hacer la estación– y cruzando la Plaza
Nueva, volver a Carlos Cañal por calle Bilbao.
Como nosotros, docenas de grupos de
chiquillos “procesionaban” las tardes de mayo, sobre todo en jueves y domingos,
que eran de descanso escolar, tanto por el centro, como por todos los barrios
sevillanos.
Porque en esa barahúnda sacro–profana que
es una “cruz de mayo” en ese aletear de pichones en derredor de un nido, todos
querían ser fiscales de paso, todos se turnaban para tomar en sus manos,
solemnemente, la cruz de guía, todos pugnaban por hacer de costaleros sin
costal, de capataz sin terno negro de respeto –con los nudillos por llamador–,
de portar el estandarte de papel manila,
que mostraba en su centro la estampa de una Virgen impresa en cuatricromía,
engalanada –¿desengalanada?– con
purpuríneos aditamentos supuestamente barrocos, y pegada sobre el papel
con casero engrudo, que volaba a la menor brisa de la marea; o el senatus, rotulado
toscamente con carbón y concluido con borlas colgantes de guita de yute.
Recuerdo uno que el chavea que lo escribió sabía que la “q” va siempre seguida
de la “u” y así forma letra, y escribió, “SPQUR”.
Julio Martínez Velasco
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