viernes, 10 de junio de 2016

Las infantiles cruces de mayo




 Como nosotros, docenas de grupos de chiquillos “procesionaban” las tardes de mayo, sobre todo en jueves y domingos, que eran de descanso escolar, tanto por el centro, como por todos los barrios sevillanos.

Desde que tengo uso de razón, he comprobado cómo los juegos   infantiles, trascurrida, ya,  la Semana Santa, rompían los límites domésticos y, agrupados en pandillas, se echaban ala calle… ¡A jugar a las cofradías!

En efecto, como el eco de una voz poderosa que se adivina en el silencio consiguiente, reducido el volumen, apagada la intensidad, el niño sevillano realiza la réplica cofradiera de sus padres. En todas las esferas humanas, el niño es el eco del hombre, su    elemental mimetismo le impele a imitar al padre. Y como el niño, en abril, abre al máximo sus cinco sentidos, para que en su mente se graben las pintorescas impresiones sensoriales que le dejaron las procesiones, el eco resuena en mayo a través de sus sugerentes “cruces”. Ha vibrado la infancia ante los elementos externos de las procesiones penitenciales; hemos visto cómo  sus ojos se prendían, como mariposas, en las llamas ondulantes de los cirios; sus oídos se llenaban de ritmos tamborileros, floridos en su virtuosa ejecución. El caminar acompasado de los pasos embelesaba al niño. Y  envidiaba a los nazarenos que portaban la cruz de guía, el senatus, la bandera, las varas; todo ese mundo cofradiero, inevitablemente sugestivo, hervía en el interior del niño, pugnando por expresarse.  Como por ley natural surgía la asociación de una docena de chavales y en un periquete, con la facilidad con que se organiza un juego, se improvisaba una cofradía. Con sólo revolver en los desvanes, –afanosa búsqueda de cachivaches olvidados en cuartos trasteros–, los niños hallaban los elementos para montar una procesión, a cambio de quebrar la paz, ilusionada de eternidad, de los muebles mutilados.

Y en los largos crepúsculos de mayo se realizaba el infantil  objetivo. Acaso los adultos olvidemos, porque nuestra mente está colmada de problemas de supervivencia, esos valores humanos que la infancia, sin prejuicios, nos expresaba espontáneamente.

En cualquier calle sevillana, de pronto, al doblar una esquina, surgía la sorpresa: una “cruz de mayo” circulaba lentamente entre peatones apresurados que, como hormigas, no sabían a ciencia cierta a dónde iban ni de dónde venían; entre automóviles con el motor acelerado en  busca de un espacio vital para recorrer una senda callejera sin destino.  Aquellos niños sí sabían a dónde iban, sí poseían consciencia de lo que querían. Su meta era la calle misma; su fin, el cumplimiento de una ilusión.

De aquellos abuelos nuestros, que en su infancia jugaban a cofradías, salieron quienes, adultos ya, fueron priostes, mayordomos, diputados, consiliarios y hasta hermanos mayores de nuestras penitenciales corporaciones. Y tal juego fue pasando de generación en generación, porque yo mismo, hace muchos, muchos años, allá por la primera mitad del último siglo del segundo milenio nada menos –exactamente en 1937–, mis ojos de  niño también se prendieron, como mariposas, en las llamas de los cirios de las procesiones de Semana Santa; mis oídos se llenaron de ritmos tamboreros y envidié al nazareno que portaba la cruz de guía. Y al llegar mayo, yo saqué una cruz  por las calles próximas a mi casa, en compañía de una docena de vecinitos y vecinitas –estas, para pedir la consabida perrita–, que colaboraron en la misma afanosa búsqueda  de cachivaches olvidados en cuartos trasteros. Un pasito hecho con una desvencijada mesa de cocina, con sus faldones de papel azul de bobina; una cruz de listones toscamente claveteados, forrada a base de envolturas de chocolatinas que incluían estampita para pegar  en un álbum, y dos cuartas de venda estéril por sudario. En las cuatro esquinas de mi cuna, al sitio de cuatro angelitos, cuatro velitas de esperma que se apagaban a cada ráfaga de brisa, hasta acabar con los fósforos de cera de la caja de la Arrendataria.

Y salimos del zaguán de una casa de la calle Carlos Cañal, para seguir por Albareda y entrar en la “carrera oficial” por Sierpes y Plaza de San Francisco, para atravesar el arquillo del Ayuntamiento –esto, con extremada solemnidad, porque el interior del arquillo era nuestra “catedral”, a la que íbamos a hacer la estación– y cruzando la Plaza Nueva, volver a Carlos Cañal por calle Bilbao.

Como nosotros, docenas de grupos de chiquillos “procesionaban” las tardes de mayo, sobre todo en jueves y domingos, que eran de descanso escolar, tanto por el centro, como por todos los barrios sevillanos.

Porque en esa barahúnda sacro–profana que es una “cruz de mayo” en ese aletear de pichones en derredor de un nido, todos querían ser fiscales de paso, todos se turnaban para tomar en sus manos, solemnemente, la cruz de guía, todos pugnaban por hacer de costaleros sin costal, de capataz sin terno negro de respeto –con los nudillos por llamador–, de portar el estandarte de papel  manila, que mostraba en su centro la estampa de una Virgen impresa en cuatricromía, engalanada –¿desengalanada?– con  purpuríneos aditamentos supuestamente barrocos, y pegada sobre el papel con casero engrudo, que volaba a la menor brisa de la marea; o el senatus, rotulado toscamente con carbón y concluido con borlas colgantes de guita de yute. Recuerdo uno que el chavea que lo escribió sabía que la “q” va siempre seguida de la “u” y así forma letra, y escribió, “SPQUR”.

Julio Martínez Velasco

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